Las obras de arte y sus potencias cognoscitivas
Este texto se propone dar cuenta de las potencialidades que las obras de arte ofrecen como objeto de conocimiento. Especialmente, en el sentido de que la obra “trabaja” cognitivamente de un modo diferencial a los constructos lógico-verbales o lógico-matemáticos de las ciencias, y que se trata de una operatoria mental diferente que los complementa y enriquece. Esa forma de las obras de arte de impactar en la percepción, en la memoria, la imaginación y el pensamiento, puede ser denominado “modo de conocimiento estético”.
Las preguntas que se nos presentan son:
- ¿qué propiedades o atributos posee una obra de arte?;
- ¿qué condiciones le permiten a una obra de arte constituirse en un “campo de fuerzas” capaz de generar conocimiento estético y ampliar con ello las posibilidades mentales y existenciales de un sujeto?
En primer término, se puede reconocer que las obras de arte –sobre todo aquellas que han sido consideradas como “obras maestras” en la historia cultural- son portadoras de un saber, un conocimiento e incluso una “verdad”, que sin embargo es de naturaleza diferencial a las categorías teóricas de las ciencias o a los conceptos de la filosofía.
En la perspectiva de Deleuze y Guattari, ciencia, arte y filosofía, se relacionan en sus objetivos amplificadores frente a los reduccionismos del sentido común. Los tres modos de conocimiento implican, asimismo, un movimiento de creación permanente, que se sumerge en las dimensiones caóticas de la existencia; es decir, que se enfrentan a aquellos territorios que aún no han sido explorados ni categorizados por la comprensión humana.
Pero, cada una de estas formas de conocimiento, emerge del caos con producciones muy disímiles:
El científico recorta del caos unas variables que le permiten desacelerar el infinito de los fenómenos, para poder localizar funciones dentro de los diferentes sistemas de referencia.
El filósofo no aísla variables dentro del infinito, trabaja con la totalidad, entre las relaciones de los fenómenos, pero trata de construir en ese infinito cierta consistencia con la virtualidad de los conceptos.
El artista también se sumerge en el caos, en zonas aún indeterminadas e indiscernibles de percepciones, afecciones y emociones. De esta manera, se encuentra con estratos primitivos de lo real, con sectores que aún no han podido ser nombrados ni han hallado una imagen estable que los revele.
“El arte desmonta la organización triple de las percepciones, afecciones y opiniones, y las sustituye por un monumento compuesto de perceptos, de afectos y de bloques de sensaciones que hacen las veces de lenguaje” (Deleuze y Guattari, 1993: 177)
En esta operatoria, el arte inventa afectos desconocidos o captados de manera parcial, y suma al mundo nuevas formas de la sensibilidad. Las configuraciones que crean las obras de arte incorporan universos posibles a la vida actual. El universo-Rembrandt, el universo-Mozart, el universo-Dostoievsky, el universo-Rodin… aportan bloques de sensaciones que permiten hacer experimentar a una subjetividad sus otras potencialidades en los modos de existir.
Para lograr esos universos posibles, los artistas deben componer formas, creando los procedimientos para trabajar el material plástico, lingüístico, acústico, sinestésico, y así producir las configuraciones sensoriales y afectivas que le otorguen la solidez necesaria para existir y perdurar en el tiempo.
Estos compuestos de sensaciones tienen la potencia de captar las percepciones y sentimientos dominantes en un contexto histórico-social, y de esta forma, abrirlos a los horizontes de lo posible.
En este sentido, se ha de considerar a la obra de arte como una composición singular que conforma un universo de bloques sensoriales de perceptos y afectos, que instauran modos existenciales posibles. Por lo tanto, las creaciones artísticas viabilizan un modo especial del pensamiento.
“Pensar es pensar mediante conceptos, o bien mediante funciones, o bien mediante sensaciones, y uno de estos pensamientos no es mejor que otro, o más plena, más completa, más sintéticamente “pensamiento”[…] Los tres pensamientos se cruzan, se entrelazan, pero sin síntesis ni identificación.” (Ib: 200)
Entonces, si arte, ciencia y filosofía, son tres modos del pensamiento humano, ¿por qué sesgarle a una mente la posibilidad de interactuar con alguno de ellos? El conocimiento que aporta la obra de arte lleva en sí “fuerzas” que no poseen ni las ciencias, ni la filosofía.
El universo Rembrandt: «Filósofo meditando» 1631, óleo sobre tabla, 29 x 33 cm
Arte maestra
Los griegos intuían que las obras de arte tenían cierto poder para la transformación intelectual y moral de los ciudadanos, por eso depositaron, en gran parte, en la obra de Homero –la Ilíada y la Odisea- la tarea educadora. Tanto los ideales, como los valores que ellos consideraban más altos –en la búsqueda de la “areté” -de la virtud-, no hubieran alcanzado su fuerza modeladora de las pasiones, de no haber estado inmersos en una forma artística.
Sólo la expresión en una composición estética permite la permanencia de los significados, su memorabilidad y además despierta la fuerza emocional que moviliza el ánimo humano. La trama de la Ilíada y la Odisea, creaba para los griegos las distintas suertes que les podría deparar el destino. Cada quien, a su escala, podía imaginar su particular encrucijada; la obra literaria se convertía en la puerta de los mundos posibles que el ser humano podía habitar.
En cada narración, cada pintura, cada canción, cada poema, cada coreografía… hay algo de la experiencia humana o, más bien, de lo que la emoción y el intelecto humano han podido crear a partir de las experiencias vividas e imaginadas.
Todos los sujetos experimentan sentimientos en las distintas circunstancias de la vida, pero el artista se detiene en un sentimiento, le presta atención y es capaz de expresarlo, de expandirlo, intensificándolos con palabras, colores, formas, dimensiones, movimientos, sonidos. Con su obra, revela la naturaleza de esa emoción, y permite abarcarla, no sólo en su actualidad, sino también en su potencialidad.
André Gide sostenía que Proust prestaba su mirada a cada lector, una mirada que era infinitamente más atenta que la del resto de sus contemporáneos. Proust miraba la sociedad de su tiempo: las formas que asumía el amor, la amistad, y las demás relaciones sociales; las creencias religiosas o metafísicas. Lo hacía con la agudeza que le proporcionaban su sensibilidad trágica y su imaginación. Con ellas hacía patente un mundo oculto tras las apariencias de una sociedad snob. Lograba así crear -detrás de la complacencia y el engreimiento de sus personajes- bloques sensoriales que evidenciaban la no permanencia, la declinación, la muerte y el olvido a que están sujetos ciertos sentimientos.
El mismo Proust reconocía que su obra, como la de cualquier escritor, no era más que un instrumento óptico ofrecido al lector para permitirle discernir aquello que, sin el libro, no habría podido ver en sí mismo. Mirar en los otros y en sí mismo lo que por sí sólo no se puede ver. El arte crea artificios que otorgan imágenes a las pasiones humanas y las redimensiona en planos de lo posible-imaginario.
A lo largo de su trayectoria en el tiempo histórico, el arte le ha ayudado a la humanidad a comprender su propia situación y a imaginarse realidades alternativas. A veces le ha posibilitado hacer presente lo que ya había pasado, lo que se había perdido y era amenazado por el olvido. En otras ocasiones les sirvió a los hombres y mujeres para poder ver el reflejo de su actuar, observar sus propias pasiones, y así comprender y suavizar la rudeza de las mismas. También para entender las lógicas que organizan la vida social, la existencia de poderes, instituciones y leyes; el sentido de las continuidades y los cambios. Pero también los artistas han brindado las imágenes de escenarios posibles que orientaron nuevas formas de sensibilidad, constituyendo, así, piezas fundamentales del proceso civilizatorio.
Por lo tanto, cada ser humano puede, gracias al arte, reconocer lo que le pasa en los distintos estados que lo arrebatan, pero también proyectarse en otros horizontes, en otros modos de ser. Y aún sin sentirse directamente identificado, la obra de arte, abre la empatía de un sujeto, lo sensibiliza, permitiéndole experimentar solidariamente todas las emociones y afectos que otro ser humano es capaz de vivir.
Todas las grandes creaciones del arte, inclúyase en ellas a los relatos míticos y las grandes metáforas que han llegado a alcanzar la categoría de universales; es decir, lo que se consideran grandes obras maestras del arte, expresan las distintas formas que el destino humano puede asumir. Por esta razón los pueblos, a lo largo de su historia, las han preservado y en la actualidad, la posibilidad de su reproducción técnica, ha aumentado su potencialidad de exposición y de integración en la vida cotidiana.
Las obras de arte cifran las claves de lo que las pasiones humanas pueden experimentar: la heroicidad y el crimen, la abundancia y la miseria; el desgarro de la pérdida y la euforia del envanecimiento por un logro; la traición, el destierro; los amores contrariados e imposibles; las virtudes sostenidas incluso en las situaciones más adversas.
El arte promueve todos los movimientos cognitivos de descentración: para salir del encierro e inmediatez de las pasiones que encadenan y enceguecen; para poder situarse en el lugar de otro que goza o padece; para comprender las múltiples naturalezas en las que lo humano puede devenir.
Arte, belleza y verdad
Si la obra de arte puede ser pensada como una forma de acceder al conocimiento, es preciso analizar su relación con la verdad. Dentro de la historia de las disciplinas filosóficas, la categoría de lo verdadero ha quedado limitada al campo de la Lógica. En cambio, la Estética estructuró frecuentemente su axiología, su valoración de las ´creaciones artísticas, con la categoría de belleza; aunque la relación con la verdad estuviera presente ya desde aquella concepción aristotélica de la posibilidad de la obra de arte de producir “efectos de verdad”; es decir, que la obra constituye una forma especial de conocimiento que puede hacer ver y experimentar lo universal en lo particular; tal como afirmaba Aristóteles.
Pero en el Siglo XX, fue Heidegger (2005) quien intensificó el análisis de la relación entre obra de arte y verdad. Así, en “El origen de la obra de arte” demostró la posibilidad de la creación artística de “establecer un mundo” y que “en la obra de arte se ha puesto en operación la verdad del ente”. Heidegger argumentó magistralmente lo que quería significar esa cercanía de la obra de arte con la verdad, de la que la belleza es una de sus manifestaciones.
Realizó su exposición a partir de un ejercicio descriptivo de un objeto útil: un par de zapatos. Para ello se propuso auxiliar con una reproducción pictórica de Van Gogh, pues como afirmó: ésta podía “facilitar la representación intuitiva”.
En ese objeto particular, enseñó (mediante su capacidad poética de percibir) a descubrir lo universal. Y lo que extrajo como categoría universal, no fue un concepto o una abstracción que perdía su sustrato empírico. La obra de arte no es, en sí, ni apariencia pura o materialidad, ni pensamiento o idea. Si a Heidegger, la visión de “Un par de zapatos” de Van Gogh, le permitió tener una experiencia de lo universal y expresarlo, es porque la obra de arte otorga un conocimiento que está en el medio de lo sensorial y lo ideal. Ya previamente, en sus Lecciones de Estética, Hegel había dilucidado que “…la obra de arte se halla en el medio entre la sensibilidad inmediata y el pensamiento ideal. No es todavía pensamiento puro, pero, a pesar de su sensibilidad, ya no es mera existencia material, como las piedras, las plantas y la vida orgánica. Más bien, lo sensible en la obra de arte es a su vez algo ideal, que, sin embargo, no siendo lo ideal del pensamiento, se da todavía externamente como cosa.” (Hegel, 1989)
Heidegger buscó encontrar la verdad en el cuadro de Van Gogh. Así realizó su tarea:
“…Un par de zapatos de labriego y nada más. Y, sin embargo…
En la oscura boca del gastado interior bosteza la fatiga de los pasos laboriosos. En la ruda pesantez del zapato está representada la tenacidad de la lenta marcha a través de los largos y monótonos surcos de la tierra labrada, sobre la que sopla un ronco viento. En el cuero está todo lo que tiene de húmedo y graso el suelo. Bajo las suelas se desliza la soledad del camino que va a través de la tarde que cae. En el zapato vibra la tácita llamada de la tierra, su reposado ofrendar el trigo que madura y su enigmático rehusarse en el yermo campo en el baldío del invierno. Por este útil cruza el mudo temer por la seguridad del pan,
La callada alegría de volver a salir de la miseria, el palpitar ante la llegada del hijo y el temblar ante la inminencia de la muerte en torno. Propiedad de la tierra es este útil y lo resguarda el mundo de la labriega. De esta resguardada propiedad emerge el útil mismo en su reposar en sí. (…) La obra de arte nos hizo saber lo que es en verdad el zapato.” (Heidegger, 2005: 59,60, 62)
«Un par de zapatos» Vincent Van Gogh. (1886). Óleo sobre lienzo. 37,5 x 45. Museo Van Gogh. Amsterdam
De esta forma, puede verse cómo las grandes representaciones artísticas han conseguido “asentar establemente” un mundo. Heidegger transforma la relación clásica que se establecía entre el arte y la belleza o lo bello (como campo reservado a la estética) por la correspondencia esencial que existe entre el arte y la verdad (reintegrada para la estética, desde área de la lógica). En su relato de la visión de un par de zapatos logró demostrar también cómo la belleza es una de las formas de las manifestaciones de la verdad.
La puesta en operación de la verdad del ente en la obra de arte no hace referencia a la copia o imitación (mímesis) que el arte haría de la realidad. Dice Heidegger “…en la obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas.” (Ib: 64) La obra de arte hace acontecer la verdad y establece un mundo sobre la tierra. Este mundo es creado por la obra de arte y la tierra es concebida como aquello que lo alberga. Mundo y tierra que son esencialmente diferentes, entran en relaciones íntimas, se constituyen mutuamente en una lucha que cada vez más los auto-afirma y define singularmente.
La pregunta por la verdad, por su esencia, lleva a Heidegger a plantear una nueva idea que supere el círculo en queda encerrada la verdad cuando se la liga a lo real. Esa relación circular se produce cuando se considera verdadero aquello que se corresponde con lo real, es decir cuando se concibe a la verdad como corrección, como lo correcto. Heidegger propone pensar la verdad como “desocultación del ente”. Esta propuesta implica analizar qué se oculta en el ente o qué es esa ocultación.
“Este ocultarse es un disimulo. Que el ente como falsa apariencia puede engañarnos, es la condición para que nos podamos equivocar, y no al contrario. La ocultación puede ser un negarse o disimularse… La ocultación se oculta y se disimula ella misma… La desocultación del ente no es jamás tan sólo un estado existente, sino un acontecimiento.” (Ib: 87, 88)
La representación artística instaura, además, un orden simbólico, una nueva “conformación”, en el decir de Gadamer, que cuando puede ser descifrada es presencia ineludible. La representación simbólica que nos brinda la obra de arte no debe pensarse como un sustituto, como algo que ocupara impropiamente el lugar de la cosa representada, sino que:
“Antes bien, lo representado está ello mismo ahí y tal como puede estar ahí en absoluto. En la aplicación del arte se conserva algo de esta existencia en la representación. Así, por ejemplo, se representa en un retrato una personalidad conocida que ya goza de una cierta consideración pública. El cuadro que cuelga en la sala del ayuntamiento, en el palacio eclesiástico, o en cualquier otro sitio, debe ser un fragmento de su presencia. Ella misma está, en el papel representativo que posee, en el retrato representativo. Pensamos que el cuadro mismo es representativo.”(Gadamer, 2005:91)
Al establecerse relaciones entre una creación artística y otros formas representacionales del conocimiento, la primera, liga o transmite ese nuevo nivel de verdad de lo simbólico, su presencia del objeto representado, ese exceso de sentido producido por la mostración de lo universal en lo particular.
Esto puede verse continuamente dentro de los conocimientos históricos. Por ejemplo, en el caso de dos obras pictóricas del realismo social europeo de la segunda mitad del Siglo XIX: “La huelga” de Robert Koelher de 1886 y “El vagón de tercera clase” de Honorée Daumier de 1863-1865. Si se observan detenidamente, ambas pinturas presentifican los tiempos difíciles y convulsionados, que había dejado como herencia la Revolución Industrial.
«El vagón de tercera clase» (1864) Honoré Daumier, óleo sobre lienzo 65 x 90 cm, Metropolitano de Arte de Nueva York
En su presencia se puede compartir vicariamente las postergaciones sociales, el empobrecimiento, el agotamiento y desencanto que acompaña a esos viajeros del vagón de tercera clase. Daumier creó imágenes de crudeza y amargura; con ellas fue capaz de engendrar representaciones universales de las afecciones humanas, que traen hasta la actualidad su verdad.
«La Huelga» Robert Koehler 1886. Óleo sobre tela. 281,30 x 184,47 cms. Museo Histórico Alemán
Koelher establece, en su pintura, la presencia de las tensiones y conflictos de intereses de clases que pone de manifiesto una huelga; hace evidente las diferentes actitudes de los sujetos sociales implicados en esa lucha, los indicios de pertenencia de clase patentes en los lugares que ocupan, en sus gestualidades y expresiones, en sus vestimentas, en las urgencias, inquietudes, temores, malestares que se pueden reconocer en cada uno de los sujetos representados.
Ambas obras aportan al conocimiento de este tiempo histórico ese otro tipo de saber del que habla Heidegger al pensar en la contemplación de una obra:
“La contemplación de la obra significa estar dentro de la patencia del ente que acontece en la obra. Pero la estancia dentro de la contemplación es un saber. Sin embargo, el saber no consiste en mero conocer y representarse algo. Quien verdaderamente sabe del ente, sabe lo que quiere en medio del ente […] Así la contemplación de la obra como saber es el sereno estado de interioridad en lo extraordinario de la verdad que acontece en la obra” (Heidegger, op.cit.: 105)
Lo simbólico de la obra de arte se vuelve memorable, pero también hace significativo y memorable a cualquier otra forma del conocimiento que se entrame con ella; porque nos pone ante lo inhabitual, lo desconocido, lo no pensado, que irrumpe como presencia. La obra nos conmueve al sacarnos del lugar común, generando una diferencia que impacta en el umbral de la percepción. La obra de arte se instala sobre el fondo habitual de la experiencia cotidiana que espera la repetición de lo conocido, y, en su novedad, instaura en quien la observa una pregunta. Ésta pulsa la búsqueda en forma de duda activa y abre el camino hacia el conocimiento y la verdad; entendida ésta como desocultación del ente, como nueva perspectiva de mirada.
Arte y procesos cognoscitivos
Por lo visto anteriormente, la obra de arte, en su dimensión simbólica, instala un mundo extraordinario, que hace a la subjetividad extralimitarse, salirse de sí misma, extasiarse; corriéndose con este movimiento de su perspectiva egocéntrica, para abrirse a los nuevos planos de la realidad que la obra patentiza.
Ahora bien, en Gadamer, el que recepciona la obra, debe entrar en un juego con ella, y realizar un trabajo muy activo de construcción. Esto es así, debido a que en estos procesos, la obra de arte genera un desafío a quien la percibe, en tanto ella significa algo que debe ser entendido (ni sólo conceptualmente, ni sensorialmente). El trabajo perceptivo implica el desciframiento y la lectura de la identidad de la obra, que se entrelaza con la variación y la diferencia que quien interactúa con ella construye.
“Toda obra deja al que la recibe un espacio de juego que tiene que rellenar (…). Se trata de un acto sintético. Tenemos que reunir, poner juntas muchas cosas. Como suele decirse, un cuadro se «lee», igual que se lee un texto escrito…Siempre es verdad que hay que pensar algo en lo que se ve, incluso sólo para ver algo. Pero lo que hay aquí es un juego libre que no apunta a ningún concepto. Este juego conjunto nos obliga a hacernos la pregunta de qué es propiamente lo que se construye por esta vía del juego libre entre la facultad creadora de imágenes y la facultad de entender por conceptos.” (Íb: 73, 74, 75)
En la actividad de desciframiento de una obra de arte se produce un completamiento del movimiento que ella misma inicia en su juego abierto. Los procesos perceptivos generan en esta construcción mundos autónomos, pues cada quien tiene una vivencia diferencial a partir de esta forma del conocimiento, que implica tanto a la imaginación como al pensamiento. Por lo tanto, cuando un sujeto realiza un trabajo cognitivo genuino en la contemplación de una obra de arte genera él mismo una recreación, en tanto es producto de la imaginación y sigue los caminos del libre juego.
Por otro lado, Gadamer piensa a la experiencia con la obra de arte en una relación directa con la fiesta. En el proceso perceptivo de una obra de arte ha de concedérsele una última condición a su siempre provocativa presencia: hay que salir del tiempo ordinario, abandonar por el período necesario la sucesión ordenada del tiempo del trabajo, para poder participar en el tiempo de la fiesta. Ésta posee, según Gadamer, un tiempo propio, un tiempo que requiere del detenimiento y el entretenimiento dentro de la multiplicidad de las experiencias inhabituales que puede ofrecer una fiesta.
Como en la fiesta, en los procesos perceptivos de una obra de arte, se debe cambiar el tiempo, o mejor “el tempo”, el ritmo habitual, salir del ritmo que la historia aceleró, y darse el tiempo de recorrer esa nueva realidad que la obra instaura.
“Así pues, toda obra de arte posee una suerte de tiempo propio que nos impone, por así decirlo. (…) en la experiencia del arte, se trata de que aprendamos a demorarnos de un modo específico en la obra de arte. Un demorarse que se caracteriza porque no se torna aburrido. Cuanto más nos sumerjamos en ella, demorándonos, tanto más elocuente, rica y múltiple se nos manifestará. La esencia de la experiencia temporal del arte consiste en aprender a demorarse.” (Ib: 110, 111)
Por lo tanto, es preciso aprender a demorarse en la presencia de la obra, y privilegiar una u otra experiencia sensorial, para que lentamente, esa verdad extraordinaria que un artista ha creado, conmueva los límites de la sensibilidad provocando la experiencia estética de ir-más-allá-de-sí-mismo.
Bibliografía:
Aristóteles (2004) Poética. Buenos Aires. Quadrata
Danto, Arthur (2008) El abuso de la belleza. La estética y el concepto de arte. Buenos Aires. Paidós estética.
Deleuze Gilles y Guattari, Félix (1993) ¿Qué es la Filosofía? Barcelona. Anagrama.
Heidegger, Martin (2005) Arte y Poesía. México. Fondo de Cultura Económica.
Hegel, Georg W. F. (1989) Lecciones de Estética. Bacelona. Edicions 62. Volumen I.
Gadamer, Hans-Georg (2005) La actualidad de lo bello. Barcelona. Paidós.